Muerte en Venecia. Thomas Mann

sábado, 7 de marzo de 2009

“Gozar la vida sólo a condición de darle forma”
Carlos Fuentes, a propósito del autor

¿Cuál es la distancia que separa al artista de su obra? ¿Dónde se encuentra el origen de la inspiración? ¿En qué punto, a medio camino entre lo humano y lo etéreo se enciende la chispa que pone en marcha el proceso creativo?

Sin duda, todas éstas fueron cuestiones que preocupaban profundamente a Thomas Mann. Al igual que Assenbach —el personaje que creó para su novela Muerte en Venecia— el autor consagró su vida al mundo de las ideas y de la escritura.

De carácter distante, austero, y con un afán constante de superación personal, que alimentaba con una tendencia obsesiva al autoanálisis, Thomas Mann asumió, en su condición de exiliado, la soledad del artista comprometido en la lucha activa contra el régimen nazi en Alemania. El éxito y la influencia que llegó a ejercer en el panorama literario internacional, hicieron que fuera encumbrado por la crítica —algo que, sin embargo, él siempre rehuyó— a representar el papel de príncipe en el exilio de la narrativa alemana de entreguerras.

De hecho, gran parte de su obra gira entorno a un mismo tema: la disyuntiva moral del artista frente la vida y el arte; pero más concretamente, la lucha interior del intelectual burgués —representante de los valores tradicionales de la civilización europea— para no verse arrastrado, en su búsqueda de la belleza y la verdad, por el goce engañoso de las pasiones y el poder aniquilador de los impulsos reprimidos del inconsciente.

Muerte en Venecia narra, en éste sentido, el descalabro moral de un escritor maduro que decide emprender un viaje al extranjero, acosado repentinamente por un deseo urgente de romper con una vida acomodaticia y carente de estímulos. En su afán por convertirse en un autor de éxito y una persona influyente, Assenbach ha hecho, de su arte su vida, y de ésta, una sucesión inquebrantable de renuncias personales que, a base de erosionar su voluntad, han acabado por convertirlo en un espectro de sí mismo, amenazándolo con socavar su pretendida fortaleza moral y su capacidad creativa.

¿Y qué mejor lugar que Venecia para acabar con ese impúdico juego carnavalesco en que parece haber desembocado su vida? Sin embargo, al llegar a su destino, Assenbach se encuentra con una ciudad decadente y enferma, donde todo le parece extrañamente grotesco y deforme.

Con la actitud propia del observador solitario que ya no espera nada, el escritor encuentra, allá donde dirige su mirada, el propio reflejo de su alma cansada.

De entre la numerosa galería de personajes secundarios —seres anónimos, definidos en su mínima expresión y con los que apenas si llega a intercambiar unas palabras— todos parecen confirmar una misma imagen de miseria y degradación personal. Sólo el adolescente polaco Tadzio, que se encuentra de vacaciones junto a su madre y sus hermanas en el hotel en que reside el escritor, consigue, con su juventud, su belleza y su indolente elegancia, aportar algo de frescor al ambiente de opresiva vulgaridad que envuelve al protagonista.

Y así, a medida que pasan los días, la presencia cercana de Tadzio y su belleza apolínea, consiguen encender el interés de Assenbach, hasta el punto que el escritor siente cómo sus sentidos adormecidos renacen, recuperando el entusiasmo y la inspiración perdidos. Sin embargo, lo que en un principio comienza siendo algo así como la fascinación propia del tasador encargado de calcular la autenticidad y el valor de la pieza de arte que tiene ante sí y de preservarla de los agentes contaminantes del exterior, termina convirtiéndose, para Assenbach, en un sentimiento amoroso, platónico y trágico, que lo empuja fatalmente —pese a su rechazo inicial— hacia su propia destrucción.

Assenbach acabará finalmente consagrado por entero al objeto de su pasión, persiguiendo incansablemente a Tadzio en sus paseos por la ciudad; ya no teme la mirada y las sospechas de la gente; en un intento por agradarlo, se maquilla y se viste para él de manera grotesca —emulando así al viejo del barco que tanta repulsión le produjo por lo mismo; en su delirio imagina la isla a solas para ellos dos, lejos de la vulgaridad y la miseria de los otros.

El autor da comienzo así a un viaje interior sin retorno, que él denomina con complacencia “mi oscuro secreto” y que, no obstante, en su afán por exorcizar y justificar ante sí mismo, trata de intelectualizar buscando antecedentes de pasiones semejantes en la sabiduría clásica y la mitología. Es la propia ciudad de Venecia, en la forma de un brote de cólera que las autoridades sanitarias se empeñan en ocultar ante los turistas, el agente acusador que, a un nivel simbólico, se encargará de filtrar al exterior la carga de sentimientos que, lejos de las miradas de los demás, germina en las profundidades de su inconsciente.

Aunque Thomas Mann reconoció haberse inspirado, para
la caracterización del personaje de Assenbach, en Gustav Mahler —a quien admiraba profundamente— no es difícil descubrir, tras los pasos del protagonista, cierta semejanza con el propio autor, quien —según explica en sus Diarios— también hubo de hacer frente a lo largo de su vida a múltiples contradicciones internas y a la atracción que despertaron en él diferentes jóvenes de su entorno; algo que, sin embargo, no osó llevar más allá de un mero sentimiento platónico.